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miércoles, octubre 10, 2012

Tiziano. Perseo y Andrómeda, 1554-1556

Perseo y Andrómeda

Giorgio Vasari. Perseo y Andrómeda, 1570-1572

Las metamorfosis
Libro IV. Perseo y Andrómeda
Ovidio

Había encerrado el Hipótada en su eterna cárcel a los vientos        
e, invitador a los quehaceres, clarísimo en el alto cielo,        
el Lucero había surgido: con sus alas retomadas ata él   
por ambas partes sus pies y de su arma arponada se ciñe        
y el fluente aire, movidos sus talares, hiende.        
Gentes innumerables alrededor y debajo había dejado:        
de los etíopes los pueblos y los campos cefeos divisa.        
Allí, sin ella merecerlo, expiar los castigos de la lengua
de su madre a Andrómeda, injusto, había ordenado Amón;        
a la cual, una vez que a unos duros arrecifes atados sus brazos        
la vio el Abantíada -si no porque una leve brisa le había movido        
los cabellos, y de tibio llanto manaban sus luces,        
de mármol una obra la habría considerado-, contrae sin él saber unos fuegos   
y se queda suspendido y, arrebatado por la imagen de la vista hermosura,        
casi de agitar se olvidó en el aire sus plumas. 
       
Cuando estuvo de pie: «Oh», dijo, «mujer no digna, de estas cadenas,        
sino de esas con las que entre sí se unen los deseosos amantes,        
revélame, que te lo pregunto, el nombre de tu tierra y el tuyo   
y por qué ataduras llevas». Primero calla ella y no se atreve        
a dirigirse a un hombre, una virgen, y con sus manos su modesto        
rostro habría tapado si no atada hubiera estado;        
sus luces, lo que pudo, de lágrimas llenó brotadas.        
Al que ás veces la instaba, para que delitos suyos confesar   
no pareciera que ella no quería, el nombre de su tierra y el suyo,        
y cuánta fuera la arrogancia de la materna hermosura        
revela, y todavía no recordadas todas las cosas, la onda        
resonó, y llegando un monstruo por el inmenso ponto        
se eleva sobre él y ancha superficie bajo su pecho ocupa.   
 
Grita la virgen: su genitor lúgubre, y a la vez        
su madre está allí, ambos desgraciados, pero más justamente ella,        
y no consigo auxilio sino, dignos del momento, sus llantos        
y golpes de pecho llevan y en el cuerpo atado están prendidos,        
cuando así el huésped dice: «De lágrimas largos tiempos   
quedar a vosotros podrían; para ayuda prestarle breve la hora es.        
A ella yo, si la pidiera, Perseo, de Júpiter nacido y de aquélla        
a la que encerrada llenó Júpiter con fecundo oro,        
de la Górgona de cabellos de serpiente, Perseo, el vencedor, y el que sus alas        
batiendo osa ir a través de las etéreas auras,   
sería preferido a todos ciertamente como yerno; añadir a tan grandes        
dotes también el mérito, favorézcanme sólo los dioses, intento:        
que mía sea salvada por mi virtud, con vosotros acuerdo».        
Aceptan su ley -pues quién lo dudaría- y suplican        
y prometen encima un reino como dote los padres.   
 
He aquí que igual que una nave con su antepuesto espolón lanzada        
surca las aguas, de los jóvenes por los sudorosos brazos movida:        
así la fiera, dividiendo las ondas al empuje de su pecho,        
tanto distaba de los riscos cuanto una baleárica honda,        
girado el plomo, puede atravesar de medio cielo,   
cuando súbitamente el joven, con sus pies la tierra repelida,        
arduo hacia las nubes salió: cuando de la superficie en lo alto        
la sombra del varón avistada fue, en la avistada sombra la fiera se ensaña,        
y como de Júpiter el ave, cuando en el vacío campo vio,        
ofreciendo a Febo sus lívidas espaldas, un reptil,   
se apodera de él vuelto, y para que no retuerza su salvaje boca,        
en sus escamosas cervices clava sus ávidas uñas,        
así, en rápido vuelo lanzándose en picado por el vacío,        
las espaldas de la fiera oprime, y de ella, bramante, en su diestro ijar        
el Ináquida su hierro hasta su curvo arpón hundió.   
Por su herida grave dañada, ora sublime a las auras        
se levanta, ora se somete a las aguas, ora al modo de un feroz jabalí        
se revuelve, al que el tropel de los perros alrededor sonando aterra.        
Él los ávidos mordiscos con sus veloces alas rehúye        
y por donde acceso le da, ahora sus espaldas, de cóncavas conchas por encima sembradas,   
ahora de sus lomos las costillas, ahora por donde su tenuísima cola        
acaba en pez, con su espada en forma de hoz, hiere.        
 
El monstruo, con bermellón sangre mezclados, oleajes        
de su boca vomita; se mojaron, pesadas por la aspersión, sus plumas,        
y no en sus embebidos talares más allá Perseo osando   
confiar, divisó un risco que con lo alto de su vértice        
de las quietas aguas emerge: se cubre con el mar movido.        
Apoyado en él y de la peña sosteniendo las crestas primeras con su izquierda,        
tres veces, cuatro veces pasó por sus ijares, una y otra vez buscados, su hierro.
 
Los litorales el aplauso y el clamor llenaron, y las superiores   
moradas de los dioses: gozan y a su yerno saludan        
y auxilio de su casa y su salvador le confiesan        
Casíope y Cefeo, el padre; liberada de sus cadenas        
avanza la virgen, precio y causa de su trabajo.        
Él sus manos vencedoras agua cogiendo lustra,   
y con la dura arena para no dañar la serpentífera cabeza,        
mulle la tierra con hojas y, nacidas bajo la superficie, unas ramas        
tiende, y les impone de la Forcínide Medusa la cabeza.        
La rama reciente, todavía viva, con su bebedora médula        
fuerza arrebató del portento y al tacto se endureció de él   
y percibió un nuevo rigor en sus ramas y fronda.        
Mas del piélago las ninfas ese hecho admirable ensayan        
en muchas ramas, y de que lo mismo acontezca gozan,        
y las simientes de aquéllas iteran lanzadas por las ondas:        
ahora también en los corales la misma naturaleza permaneció,
que dureza obtengan del aire que tocan, y lo que        
mimbre en la superficie era, se haga, sobre la superficie, roca.        
 
Para dioses tres él otros tantos fuegos de césped pone;        
el izquierdo para Mercurio, el diestro para ti, belicosa virgen,        
el ara de Júpiter la central es; se inmola una vaca a Minerva,   
al de pies alados un novillo, un toro a ti, supremo de los dioses.        
En seguida a Andrómeda, sin dote, y las recompensas de tan gran        
proeza arrebata: sus teas Himeneo y Amor        
delante agitan, de largos aromas se sacian los fuegos        
y guirnaldas penden de los techos, y por todos lados liras   
y tibia y cantos, del ánimo alegre felices        
argumentos, suenan; desatrancadas sus puertas los áureos        
atrios todos quedan abiertos, y con bello aparato instruidos        
los cefenios próceres entran en los convites del rey.        
 
Después de que, acabados los banquetes, con el regalo de un generoso baco   
expandieron sus ánimos, por el cultivo y el hábito de esos lugares        
pregunta el Abantíada; al que preguntaba en seguida el único        
[narra el Lincida las costumbres y los hábitos de sus hombres];        
el cual, una vez lo hubo instruido: «Ahora, oh valerosísimo», dijo,        
«di, te lo suplico, Perseo, con cuánta virtud y por qué   
artes arrebataste la cabeza crinada de dragones». 

        Peter Paul Rubens. Perseo liberando a Andrómeda, 1622

Rembrandt. Andrómeda encadenada a la roca, 1631

Pierre Puget. Perseo y Andrómeda, 1715

Théodore Chassériau. Andrómeda encadenada a la roca por las nereidas, 1840

Joseph Chinard. Perseo y Andrómeda, 1841

Eugène Delacroix. Perseo y Andrómeda, 1853

Gustave Moreau. Perseo y Andrómeda, 1867-1869

Gustave Doré. Andrómeda encadenada a una roca, 1869

Edward Burne-Jones. La roca de la perdición, 1885-1888
* Serie de Perseo

Edward Burne-Jones. El destino cumplido, 1888
*Serie de Perseo

Frederic Leighton. Perseo y Andrómeda, 1891

Tamara de Lempicka. Andrómeda, 1929

Gustave Moreau. Perseo y Andrómeda

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