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sábado, noviembre 30, 2013



Ciudadanía abdicada
Joseba Arregi

No cabe duda de que vivimos momentos confusos. Los momentos eran ya confusos desde el punto de vista político antes de la crisis. Con la crisis, la confusión no ha hecho más que crecer y algunos elementos que conforman la confusión se han agravado. Por mucho que se nos diga que vivimos momentos de retroceso de la religión, de secularización creciente, de laicidad cada vez más completa, la verdad es que el mito del chivo expiatorio sigue plenamente vigente: siempre tiene que haber algún culpable que nos purifique de nuestras responsabilidades y simplifique la complejidad.

Parece que aún no hemos aprendido a pensar de forma sistémica: si un sistema entra en crisis, es el sistema en su conjunto el que entra en crisis, todas sus partes y todos sus elementos están afectados por la crisis, la crisis se manifiesta en cada elemento del conjunto, y no sólo en algunas partes del mismo. Hoy es el sistema político-económico-cultural el que está en crisis, en todos sus elementos. Pero jugamos con la idea de que la crisis está sólo en alguna parte del sistema, pero que no afecta al resto, no nos afecta a nosotros. Mejor dicho: que nos afecta, pero sin que seamos responsables de ello, porque nosotros, nuestra forma de pensar, nuestra forma de actuar, nuestra forma de comprar, de votar, de relacionarnos, de entender los derechos no son parte activa de la crisis, sino sólo pasiva.

Hace ya algunas décadas que la sociología americana desarrolló la idea de que el capitalismo había cambiado, y con él la cultura que le dota de significado, pasando de un capitalismo de producción a un capitalismo de consumo, y pasando de una cultura capitalista ascética, a una cultura hedonista, de valores subjetivos, post-materialista como se decía, siendo lo material el valor de la producción. Si a este cambio socioeconómico y cultural se le añade la transformación todavía más profunda de la economía con la consecuencia de que el sector manufacturero ha pasado a contribuir de forma muy limitada al PIB –alrededor del 15% en el caso de los EEUU–, con un crecimiento enorme del sector de servicios, dividido entre los servicios muy cualificados, de alto valor añadido y con capacidad de generar importantes ingresos por un lado, y los servicios que requieren poca o muy poca cualificación, con poco valor añadido y mal pagados, nos encontramos con que la infraestructura productiva, económica y social que sostenía y explicaba la estructura política de los estados nacionales occidentales ha cambiado radicalmente, con que los partidos de masas de esa estructura política han perdido su base social y material, y con que el conjunto del sistema está desanclado.

El sistema político de las sociedades modernas se encuentra, pues, con que ha perdido la base socioeconómica tradicional en la que se sustentaba, los partidos de masas están sin anclaje social y los ciudadanos han heredado la cultura consumista repleta de valores hedonistas, post-materiales, la cultura subjetivista que sólo sabe articularse transformando los deseos en necesidades y las necesidades en derechos. En una situación así los culpables, porque son algo más que responsables, siempre son los demás, además los demás entendidos como personas individuales, los políticos, los banqueros, el mercado imaginado como un monstruo personal omnipotente ante el que han abdicado el resto de elementos del sistema.

Los movimientos que suscita la situación política actual agravada por la crisis son movimientos de personas instaladas en esa cultura del capitalismo post-industrial, del capitalismo de consumo, de una cultura capitalista post-materialista, subjetivista y hedonista. Todo son derechos, el estado tiene la obligación de satisfacerlos, los políticos están para que el estado satisfaga esos derechos, y si es necesario, debe anular las leyes del mercado para que esa satisfacción se produzca. Son movimientos articulados en torno a exigencias, a demandas, a reclamación de respeto de derechos adquiridos. Son movimientos que exigen la satisfacción inmediata de lo que reclaman –Democracia YA!– al modo como los infantes exigen la satisfacción inmediata de sus deseos y necesidades. Son movimientos que, a veces, dan a entender que buscan el cambio de modelo. Se puede entender que plantean el cambio de sistema, que son, por lo tanto, revolucionarios. Pero esta palabra, revolución, no se escucha, lo que da a entender que la exigencia de cambio de modelo no se refiere a un radical cambio de sistema, sino a la conquista y ejercicio de poder dentro del sistema existente.

Es necesario, dicen, defender el Estado de Bienestar que tanto ha costado conseguir. Pero el Estado de Bienestar, como lo dice la palabra misma, bien-estar, requiere un grado suficiente de riqueza. Y el bienestar está relacionado con la riqueza que es capaz de producir una sociedad. Si una sociedad se permite mayor bien-estar que lo que es posible con la riqueza que produce, debe endeudarse. Y quien se endeuda debe pagar, antes o más tarde, sus deudas. Y quien se endeuda se pone a sí mismo, en parte al menos, en manos del acreedor. Y todos los acreedores saben que el sistema funciona si existe confianza en que las deudas serán pagadas. En caso contrario, no se presta, no es posible el endeudamiento. Y tampoco un bienestar por encima de la riqueza producida.

Una crisis política y económica, además de cultural, profunda como la actual, requiere que los elementos principales del sistema sean conscientes de los cambios profundos que se han producido en la base socioeconómica del sistema mismo. En su libro Une si longue Nuit, L’apogée des régimes totalitaires en Europe 1935-1953, Stéphane Courtois escribe: «Si Italia antes de 1922, Alemania antes de 1933, Rusia antes de 1917, China antes de 1949 representan efectivamente estadios muy distintos de evolución económica, también ofrecen la característica común de haber practicado formas de movilización de masas que se parecen a la democracia sin haber conocido, salvo episodios breves, el sistema representativo liberal tal y como ha funcionado en períodos largos en Francia, Inglaterra y en los EEUU. En este sentido, el totalitarismo es quizá la democracia menos el sistema representativo liberal; sería en definitiva el producto de lo que Trotski ha llamado la revolución permanente, es decir, el paso brutal de las sociedades antiguas a la política de masas saltando el escalón esencial de la democracia burguesa».

La democracia representativa, repito, ya no se asienta en intereses colectivos claramente definidos por la estructura socioeconómica. La base de la representatividad es más débil: el sector conservador-liberal apela a los sectores emprendedores y capaces de producir riqueza, mientras que los sectores de izquierda-progresista apelan a los sectores consumidores del bienestar permitido por la riqueza producida.

Pero unos y otros están sometidos a infinidad de exigencias provenientes de grupos de intereses difícilmente generalizables y que convierten la gestión política en un galimatías que cada vez requiere más de la capacidad de los responsables políticos de distinguir los fundamentos del acuerdo constitucional que sustentan la voluntad de creación de una comunidad política –y que deben estar a salvo de juegos y frivolidades– la garantía de los derechos y libertades fundamentales que para ser universales deben ser pocos, como decía Michael Walzer, y el resto de derechos y cuestiones políticas más sometidas al albur de mayorías cambiantes, no pocas veces circunstanciales y fruto de acuerdos más allá de las líneas claras de los principios dogmáticos.

Todo ello, sin embargo, requiere de ciudadanos que no abdiquen de sus responsabilidades políticas, que incluyen necesariamente las obligaciones. Una ciudadanía responsable debe ser una que interioriza que un sistema no puede funcionar si unos, los más exigen, y otros, los menos, están obligados a rendir. Una ciudadanía responsable debe saber que no existe bien-estar si antes no se produce la riqueza que lo hace posible. Una ciudadanía responsable debe saber que es una trampa mortal para cualquier sistema democrático transformar los deseos en necesidades, las necesidades en derechos, y los derechos, a poder ser, en derechos humanos para que nadie los pueda cuestionar.

Mucho me temo, sin embargo, que la crisis que estamos viviendo aún no va a servir para reflexionar sobre estas cuestiones.

El Mundo 25/11/13