Aurelio Arteta
La tolerancia como barbarie
« ... el dicho de aquel lacedemonio que, al ser alabado el rey Carilo, dijo:
¿Cómo puede ser hombre bueno el que ni siquiera es severo con los malos?»
(Plutarco, Moralia)
Los lugares comunes de la falsa tolerancia
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Como no podía ser menos, el lenguaje del día recoge en ciertas fórmulas usuales y manidos tópicos los lugares comunes de esta tolerancia. Valga de entrada ése —y hace sonrojar tener aún que recordarlo— de que «todas las opiniones son respetables» o el de que «respeto su opinión, pero no la comparto», que
resume la quintaesencia de lo que aquí se denuesta. Dejemos de lado la incoherencia de una opinión que, en su mismo enunciado y puesto que admite lo respetable de la proposición contraria, proclama a un tiempo su propia falsedad, o sea, su falta de respetabilidad. Pues las opiniones no requieren respeto, como se sabe a poco que se conozca su naturaleza, sino más bien su libre contraste recíproco por si de él brota un saber mejor fundado. Si se prefiere, será su confrontación con otras el único «respeto» que las opiniones merecen y la mejor señal de que las tomamos en serio. No son, pues, las opiniones, sino el sujeto personal que las emite el que reclama respeto, y, si siempre hay que prestárselo, ello será con demasiada frecuencia pese a lo erróneo o desaforado de sus opiniones. Reconocer la dignidad del individuo humano no significa rendirse de antemano a lo acertado de sus juicios, sino, al contrario y llegado el caso, probar su debilidad e invitarle a modificarlos.
Y es que, además, la confianza en la veracidad del interlocutor o en la intensidad de sus convicciones nada tiene que ver con extender un crédito ciego a su presunta objetividad o con descuidar los efectos prácticos —tal vez nocivos— de sus creencias. Ni es lícito pasar de un solo salto, como suele ser tentación del tenido por tolerante, del derecho a la libertad de pensamiento o de su expresión al derecho a la verdad de lo pensado o expresado.
Pero lo que se revela al fondo de esta engañosa tolerancia es un desprecio inocultable hacia las ideas en general. Si se confiesa que todas valen por igual, tanto las toleradas como las de quien las tolera, entonces se viene a consagrar el principio de que ninguna vale en realidad nada. Lo más probable es que un tal desdén hacia las ideas y, aunque involuntario, también para quien las sostiene (la reserva o el odio hacia el intelectual
sería el caso ejemplar) proceda de la propia escasez de nociones y del descrédito del ejercicio racional por parte del desdeñoso. Pero tampoco es inusitado que, junto a esa debilidad teórica, esté operando bajo esta tolerancia una especie de contrato perverso.
De igual manera que proclamo mi deseo de que «nadie se meta conmigo porque yo no me meto con nadie», estoy dispuesto a tolerar lo que se tercie no ya por consideración al otro —y menos aún a sus ideas—, sino para asegurarme su recíproco consentimiento para mis propias ocurrencias o extravagancias. De suerte que cualesquiera opiniones deben ser aceptadas por irreprochables sin someterlas a la prueba de su discusión. Tan sensible es el débil tolerante de nuestros días a todo lo que ofrezca visos de coacción, que hasta la misma fuerza argumentativa se le antoja un modo de indebida obligación. Y así, ante la previsible réplica enojada de «No querrá usted convencerme», el buen tono exige al que desea encauzar las cosas por la vía del razonamiento a disculparse por adelantado, «No pretendo convencerle, pero ... », o a anticipar un
«sin ánimo de polémica ... ». Lo que parece presuponer que las ideas manifiestas, públicas por definición, pertenecen a un orden íntimo e inaccesible en el que. estuviera vetado adentrarse. Se asume asimismo como prejuicio poco menos que evidente la ineficacia de la discusión racional o el supuesto de que todo choque dialéctico enfrenta más a los discrepantes que a sus respectivos puntos de vista. O se olvida que, por personales que se figuren, muchas opiniones en materia práctica traen consigo consecuencias inmediatas o mediatas sobre la comunidad de los hablantes. O se da, en fin, por sobreentendido su carácter inmutable, reacio e inmune a toda argumentación, como si procedieran de un espacio ajeno al del pensamiento; por decirlo de una vez, del mundo del sentimiento, allí donde se fraguan las adhesiones inquebrantables.
Al final, abandonado en aras de la tolerancia el terreno del debate teórico, la consigna llama a refugiarse en la tolerancia de las emociones como último reducto. Se viene entonces a decir que son los sentimientos, en tanto que espontáneos e irrebasables, los que deben ser respetados por igual. Pero no nos dejaremos engañar por esta nueva falacia. Primero, por la obviedad de que no todos los afectos ostentan el mismo valor moral ni producen parecidos efectos en la conducta individual y colectiva: bastaría comparar, si no, la compasión con la envidia. Después, porque ese mundo afectivo no está por principio exento de un núcleo de racionalidad, como lo indica el hecho de que todo sentimiento transporta siempre alguna percepción de lo real y un juicio valorativo. De suerte que los sentimientos no marcan fatalmente nuestro destino, sino que son desde luego educables. No es, pues, forzoso tolerar la emoción que nos parezca infundada o socialmente nefasta; cámbiese si viene a mano la percepción y el juicio moral que la alimentan, y aquella emoción se habrá transformado en otra más apta.
¿Y qué es lo que manifiesta el latiguillo acostumbrado de que un cierto comportamiento o la expresión de cualquier idea «es algo perfectamente legítimo ... »? Se diría que es la aplicación extemporánea de un molde jurídico-legal y, sin que apenas se note, el deslizamiento desde el plano de la legalidad al orden de la legitimidad moral. En pocas palabras, la reducción de todo problema práctico a una cuestión de Derecho.
Esta juridización de lo social y de lo moral no sólo implica de nuevo confundir los derechos de las personas y la libertad para ordenar sus vidas con el sedicente «derecho» de sus ideas o lo justo de esos modos de vida. Es también el mecanismo que hace imposible toda crítica. Se plantea, por ejemplo, la conveniencia de una conducta, su sentido personal o colectivo, los factores que la fomentan o los efectos que de ella puedan seguirse. Indefectiblemente la respuesta será que el sujeto de tal conducta tiene derecho a ello («está en su perfecto derecho»), y sanseacabó el debate. Como si sólo se tratara de dictar permisos o averiguar culpabilidades, el juicio sobre cualquier quehacer, proyecto, gusto u opinión queda zanjado en esos términos al instante. Lo valioso se ha transmutado en lo válido. El interés primero por la explicación ha cedido ante el
interés por la justificación y, por cierto, por una justificación legal que parece subsumir sin más toda justificación moral. Según eso, será bueno o, como poco, tolerable lo que el Derecho permite o no condena expresamente como punible. Eso que comienza por ser tolerado acaba, por la fuerza pregnante de la ley y la costumbre, por ser consagrado poco menos que como indudable y fuera de discusión o sospecha. Mediante tan cómodo como necio procedimiento, el qué mismo en cuestión desaparece en beneficio del se puede o no se puede. Y del se puede se transita sin dilación al se debe, de tal modo que, si algo resulta legal, entonces pasa a ser plenamente legítimo. Esta indebida inflación del punto de vista jurídico se erige en método habitual de la falsa tolerancia. Y así, so pretexto de respeto a la persona y de tolerancia hacia sus ideas, se impide como anatema el juicio sobre la verdad de esas ideas y acerca del valor de su conducta.
Un mecanismo distinto actúa en esa réplica recurrente según la cual «A mí me parece muy bien, pero...», con la que quien tolera procura granjearse cuanto antes la simpatía del contrario o siquiera evitar su cólera. Podría tratarse de una especie de tolerancia aduladora. Mas, por lo general, ahí se encierra sin apenas disimulo la voluntad de tomar distancia con respecto al juicio de uno mismo, el rechazo a fundirse con la propia idea. Sea por temor a ofender o por miedo a discrepar, el otro ha de saber que soy de los suyos o que no me aparto de la norma establecida. Esta pazguata tolerancia nace del pavor a insinuar siquiera la apariencia de dogmatismo, a dar pie alguno a que se nos reproche el más grave de los pecados, o sea, la intolerancia. Poco importa que aquella fórmula ejemplar incurra en la abierta contradicción de que su segunda parte niegue tan tranquila lo afirmado en la primera. Lo que importa es el mero formalismo del decir aceptable, aun al precio de la vaguedad o falsía de lo que se dice.
Su visible conformismo o cobardía se esconde asimismo bajo otras expresiones, como esa de que «cada uno es muy libre para ... », por más que el tolerante intuya o sepa a ciencia cierta los estrechos márgenes en que la libertad propia y ajena se desenvuelve o las escasas dosis de conocimiento que la adornan. Laten también bajo aquella otra muletilla del «ya somos bastante mayores para ... », con la que solemos demandar la deferencia ajena para nuestras convicciones y decisiones, o la de «ya es mayorcito para... », que nos sirve para desentendemos con buena conciencia del prójimo en alguno de sus malos pasos. Pero aún podemos escudarnos tras una imagen de tolerancia cuando recurrimos al «simple comentario» para así libramos de la sospecha de que osamos emitir un juicio. El omnipresente «comentar» es un decir que no se arriesga. Quien sólo «comenta» está dispuesto a tolerar todo lo que se comenta; en suma, confiesa que habla por no callar.
Así se comprende, en fin, el triunfo indiscutible del y de lo normal, de la normalidad y de la normalización. ¿O no se ha vuelto hoy norma universal elogiar a alguien diciendo que «es una persona de lo más normal»? ¿Acaso no ganan terreno cada día las políticas «de normalización», sea lo que fuere lo así normalizado?
Esto normal comienza siendo lo sociológicamente mayoritario, lo estadísticamente corriente, pero acaba por ser lo moralmente debido. Si algo es habitual, si alguien es del montón, entonces el uno y lo otro son como deben ser. Lo normal deviene la norma ideal, y pobre de aquel que se aleje de ella o la ponga en solfa. Ya es paradójico que la mediocridad, lejos de ser vergonzosa y por ello en lo posible puesta al abrigo de la mirada ajena, se exhiba como muestra de la propia excelencia. Tocqueville fue el primer testigo de esta inversión propia del estado social democrático. Opinar y hacer como opinan y hacen casi todos: he ahí el más alto deber en una época democrática que bien podría tildarse en tantos aspectos de mediocrática. «Opinión pública, perezas privadas », dejó ya sentenciado Nietzsche hace más de un siglo.
Bueno es que la buena tolerancia sea la norma de nuestras relaciones sociales. Lo malo es que aquélla se falsee y, de ser la acogida privada y pública del diferente, se transmute en consagración satisfecha del «normal» y en persecución oculta o declarada del extraño, sobre todo cuando éste se revela superior. Esta intolerancia hacia el distinto por excelente es una secuela de la tolerancia gregaria. En otras palabras, el precio para ingresar o ser estimado en el seno del grupo, el coste de calmar las inquietudes o ahuyentar la soledad que el esfuerzo reflexivo podría depararnos; la venganza dictada por el hombre «normal» contra el que le supera o lo que no entiende. Es la tolerancia interesada o temerosa de quien recela perder en la lucha por el reconocimiento. O es, en palabras de Ortega, la tolerancia que se arroga el derecho a lo vulgar, el derecho del hombre ordinario a entronizar socialmente su vulgaridad. No hará falta añadir que quien se oponga a sus pretensiones será acusado ipso facto de elitismo intolerante.
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