REMEDIOS PARA LO IRREMEDIABLE
Fernando Savater
Filósofo y escritor
“¿Hay necesidad, realmente, de esos intelectuales teóricos y críticos, de esa gente que sólo quiere hacer lo que le gusta, no decir más que lo que sienten y piensan, mientras que los otros ‘venden su alma’ y hacen justicia a las ‘necesidades objetivas’?¿De esos hombres que tienen ‘la enfermedad del hombre’ y la enfermedad del mundo, y quieren revelar a los demás la totalidad de sus necesidades insatisfechas y quizás objetivamente imposibles de satisfacer?¿De esos fastidiosos que quieren ser ‘la conciencia de su tiempo’ y que, por eso, son peligrosos e inútiles para todos, incluido para ellos mismos?¿Los que ofrecen aquello que nadie pide, con la esperanza de que la oferta creará la necesidad?
¿Los que cumplen un mandato que nadie les encargó?”.
(André Gorz, El traidor)
Las épocas de crisis, tanto más si son de proporciones cercanas a lo catastrófico, favorecen la aparición de predicadores y profetas. Qué digo favorecen: ¡los exigen! Maltratados, atemorizados y empobrecidos, la mayoría de los ciudadanos se sienten como esos pacientes a los que se diagnostica una enfermedad reputada casi incurable y que renuncian a los cuidados de la medicina oficial para entregarse a curanderos, herboristas y chamanes, cuando no vuelven fervorosamente a la fe desatendida y solicitan del párroco una penitencia que les redima al menos, si no puede hacerles recuperar la salud. En el fondo, no queremos comprender,sino salvarnos. Los meandros de la razón siempre circulan entre errores cometidos, esfuerzos a realizar, dudas y exigencias dolorosas. Nada inmediato, nada compensatorio: cuando la razón señala culpables, siempre leemos nuestro nombre entre ellos porque se empeña en tratarnos como agentes y no meros pacientes de los males generales. Preferimos entonces la voz del nigromante que nos declara víctimas inocentes de las fuerzas oscuras, arrastrados o empujados con engaños a un abismo preparado por otros para nuestra perdición y del que sólo puede rescatarnos alguna intervención mesiánica, que nos devuelva la fe o al menos nos facilite la venganza…
En estos momentos de crisis, en los que todas las propuestas de remedio parecen tardías o ineficaces, la tentación retórica es proclamar que vivimos en lo irremediable y que por tanto hay que abandonar todo lo construido para empezar de nuevo. Los políticos son un fraude, los mercados son un fraude aún mayor, el parlamento es una cueva de bribones y vendidos, la democracia es un entramado de cortapisas legales para proteger los intereses de los poderosos, etc. Es el momento de romper la baraja, puesto que ya no nos llegan las cartas favorables sin las que la partida pierde para la mayoría su aliciente. Por lo visto, lo que hacía
apetecible el sistema democrático no era la posibilidad de sabernos ciudadanos, sino la confianza en creernos beneficiarios. Pero ahora los beneficios que se daban por garantizados y que por tanto se valoraban mediocremente, como trámites automáticos de protección y abundancia, están seriamente comprometidos por unos recursos desaparecidos en la corrupción y los abusos: sin ellos, la ciudadanía se ofrece muy escarpada, como una suma de obligaciones de participación en lo común, de estudio de las complejidades de la producción pervertida por la especulación y la demagogia, de vigilancia de unas instituciones a las que nadie prestaba atención mientras podían ser ordeñadas sin límite, etc. De modo que es preferible dejar de ser ciudadanos y convertirnos colectivamente en pueblo, porque el pueblo ya no necesita análisis, sino nobles sentimientos: el pueblo engañado, ofendido, maltratado, pero instintivamente justiciero, que habla con una sola voz y no se traba con zarandajas legales para recobrar lo que le es debido, caiga quien caiga y lo que caiga.
Las denuncias populares, que siempre encuentran portavoces esclarecidos pretendiendo no hablar en nombre de grupos o partidos, sino de la colectividad damnificada pero recta, suelen apuntar a males de índole más moral que política. Por ejemplo, el dinero y el afán de lucro. Sin embargo, el dinero es precisamente lo que necesitamos para mantener los beneficios tan estimados de protección social y para posibilitar proyectos de futuro de los particulares y de las empresas. Cuando es empleado socialmente, el dinero es un elemento revolucionario o al menos innovador: los que propugnan las posibilidades subversivas y antiautoritarias de las redes sociales, basadas todas ellas en el despliegue universal de carísimas y también muy rentables tecnologías, difícilmente pueden argumentar contra ese instrumento de intercambio comercial insuperable. La sobriedad ascética y renunciativa puede tener aspectos admirables, pero entre ellos no figura el desarrollo de las industrias, ni de las comunicaciones, ni de las bellas artes, ni del conocimiento científico, ni de la seguridad social. Precisamente porque el dinero es socialmente preciso y precioso nos subleva que sea estafado por especuladores y malgastado por corruptos. En cuanto al afán de riquezas, lo condenable no es su exceso, sino su estreñimiento a la simple acumulación crematística: la mera ambición de ganar por ganar (seguida de gastar por gastar) y no el disfrute de lo ganado en los deleites de la sociabilidad, en la belleza de la fiesta compartida, en las aventuras de sentimientos e ideales que nos conviertan en fábricas y no en colosales pero rutinarios almacenes.
Volver al pueblo y al populismo sólo sirve –en el mejor de los casos– para desahogar frustraciones y –en el peor– para buscar chivos expiatorios. Pero los remedios para lo que parece a corto plazo irremediable no pueden venir más que de la paciencia activa del ejercicio ciudadano. Y para formar e instruir a los ciudadanos son poco eficaces las arengas o los somatenes: es preciso volver a la educación, no como mera vocación familiar, sino como institucionalización de una preocupación pública. Uno de los tópicos populistas más escuchados reza así: ¿qué mundo queremos dejar a nuestros hijos? Pero probablemente, como señala Pascal Bruckner(1), la pregunta verdaderamente adecuada y relevante sea más bien la inversa: ¿cómo queremos que sean nuestros hijos, ésos que tendrán que afrontar el mundo imperfecto y problemático de mañana? Porque nuestra capacidad de influir en el mundo es limitada, incluso en el más optimista de los casos, por la concurrencia de tantos otros factores, mientras que orientar la formación de nuestros hijos –es decir, de los niños y adolescentes de quienes tenemos responsabilidad– es algo más a nuestro alcance y que además entra en el campo directo de nuestras obligaciones.
1. Pascal Bruckner, “Comment traverser la crise?”, Philosophie Magazine, nº 61.
No repetiré aquí las ideas sobre educación que ya he expuesto en otros lugares: prefiero abusar de la memoria del lector que de su paciencia. Resumiré mi impresión general diciendo que el vicio de la educación en España durante las tres últimas décadas es haber fomentado la formación no de ciudadanos responsables, sino de acendrados burgueses. Por supuesto, no empleo este término estrictamente en el sentido marxista (no siempre peyorativo, por cierto) ni mucho menos en el tardorromántico que lo utiliza para descalificar a quienes optan por el filisteismo comercial frente a la bohemia artística. Algo retengo de ambos usos, desde
luego, pero a lo que me refiero sobre todo es a la definición que ofrece el pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila: “burguesía es todo conjunto de individuos inconformes con lo que tienen y satisfechos con lo que son”. Pues bien, la educación en nuestro país durante los años recientes ha tenido como efecto una desmesurada fabricación de burgueses de este tipo, que son precisamente lo opuesto a los jóvenes de la transición a la democracia, quienes no deploraban tanto su falta de acceso a posesiones como su déficit de entidad cívica y política.
No es casualidad que hoy la cultura de la transición sea tan alegremente descalificada por algunos que afortunadamente no llegaron a tiempo para estropearla en su día…
A mi entender, uno de los motivos de este aburguesamiento educativo es la puesta de la escuela al servicio de una interpretación balcanizante y neocaciquil de las autonomías. Lo que se imaginó como una descentralización que agilizaría la gestión regional y consolidaría el efectivo pluralismo del país se ha convertido en la multiplicación contrapuesta de miniestatismos que abogan por la diversidad hacia afuera y el monolitismo hacia adentro. Cada administración autogobernada convierte en agravio los beneficios de que las demás disfrutan y a ellas parecen faltarles, pero sobre todo lo que se les exige dar al conjunto o no se les
retribuye suficientemente por el Estado. Ello se acompaña de una mitificación de las señas de identidad regionales, realistas o ilusorias, que fomentan la vanidad de lo que distingue del vecino, pero desprecian lo que vincula al conjunto nacional: todos somos felizmente únicos e inconfundibles, pero a todos se nos trata desdichadamente peor… La reivindicación no esencialista, sino meramente sensata, de una unidad sin la cual cualquier país encuentra graves obstáculos para prosperar y –en época de crisis– incluso para sobrevivir, es tachada como una imposición totalitaria o cedida al activismo declamatorio de la derecha más recalcitrante.
Elementos fundamentales de vertebración y promoción laboral extralocal, como la lengua común (que resulta ser además, en el caso del español, una de las más habladas del mundo y cuyo respeto no excluye el de las otras lenguas oficiales), son menospreciados educativamente, con la cínica complicidad de intelectuales no nacionalistas que se encogen de hombros para no crearse problemas y fustigan a quien los denuncia. Hasta cuando los excesos de gasto, corruptelas y duplicación insostenible de funciones semejantes han sido puestos en evidencia por los apremios de una economía en números rojos, hay cráneos privilegiados que siguen alertando con más trémolo contra los peligros de recentralización que contra la bancarrota…
Ciertamente no es fácil regenerar esta perversión de la perspectiva en educación. Y aún más cuando encuentra refuerzo en diversas modalidades nunca abiertamente reconocidas del “gratis total” en producciones culturales que las nuevas facilidades de internet propician y que los demagogos que no quieren perder el sufragio juvenil aceptan y hasta alientan: se considera la propiedad intelectual un derecho obsoleto frente al de disfrutar sin trabas de un mundo tecnológico que no debe tener controles ni cortapisas porque pertenece “naturalmente” a una nueva generación de usurpadores legitimados por su fecha de nacimiento…
Combatir estas corruptelas es complicado, porque exige la audacia de contrariar a los jóvenes, que es el primer requisito para poder educarles. Y también porque impone replantearse muchas ideas e instituciones, nacidas con la mejor intención, pero muy desviadas de su sentido originario. A veces progresar supone desandar caminos erróneos, no acelerar por ellos con la vana esperanza de que desemboquen en algún paraíso inesperado…
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