Gustavo Bueno
Lectura I. Ética y moral y derecho. VI 85
13. Ética, moral y derecho.
El conflicto permanente, actual o virtual, entre ética y moral se resuelve dentro del Estado (en tanto él mantiene integrados a grupos humanos heterogéneos con normas morales propias: familias, clases sociales, profesiones, bandas, iglesias...) a través del ordenamiento jurídico. La fuerza de obligar de las normas legales deriva del poder ejecutivo del Estado que, a su vez, es la esfera de la vida política. Las relaciones entre «ética» y «política» suelen ser entendidas (por los partidos políticos socialdemócratas, de orientación «laica») desde coordenadas idealistas. Esto ocurre cuando desde premisas políticas «laicas» (es decir, que quieren mantenerse al margen de cualquier dogmática religiosa confesional: y no deja de ser pertinente observar aquí que la propia autodesignación de «laicas» sigue siendo tributaria de la visión religiosa del mundo que, desde las posiciones religiosas, denomina laicas a las que no lo son) se apela a la necesidad de un «comportamiento ético» de los ciudadanos, a fin de que el sistema democrático pueda subsistir. Pero la apelación al comportamiento ético de los ciudadanos se hace desde una perspectiva idealista, que es una mera secularización de la apelación que las confesiones religiosas hacen a la «conciencia del deber». La misma secularización que intentó llevar a cabo la moral kantiana y neokantiana, e incluso el llamado «marxismo ético» (el de Vorländer, por ejemplo).
La apelación a la «conciencia ética» del deber, como «condición de posibilidad» para que los proyectos políticos puedan llevarse a efecto, constituye también una coartada de los partidos en el gobierno para justificar sus fracasos, que atribuirán al «déficit» de comportamiento ético de los ciudadanos, incluidos los funcionarios y, a veces, los propios políticos. Decimos «a veces»; porque otras veces se supondrá que quienes tienen responsabilidades políticas, principalmente en el poder ejecutivo, podrían estar exentos de ciertas obligaciones éticas, si es verdad que la razón de ser del Estado, y de sus arcana Imperii, requieren, en ocasiones, un «trabajo sucio» más allá de la ética, «más allá del bien y del mal» ético; un trabajo sucio e ingrato que, por tanto, debiera ser compensado por el comportamiento según el deber ser ético de los ciudadanos ordinarios (como si los comportamientos éticos de los individuos pudiesen arreglar los problemas objetivos que se plantean en el terreno moral y político).
Lo que con todo esto se nos viene a decir es lo siguiente: que la educación pública debe hacer lo posible para que los ciudadanos no sean corruptos, para que paguen sus impuestos al Estado, para que no roben en sus empresas, fingiéndose, por ejemplo, enfermos, o cometiendo actos de sabotaje o simplemente una actitud descuidada ante las máquinas, &c. En una palabra, la esperanza que tantos políticos ponen en la educación ética de los ciudadanos es sólo el trasunto «laico» de la esperanza que tradicionalmente, los teóricos de la política ponían en la educación religiosa del pueblo, a fin de hacer posible su «gobernabilidad». Pero esta esperanza no sólo estaba fundada en la fe, como ocurrió con los casos de San Agustín o de Santo Tomás. La esperanza en los efectos bienhechores de la educación religiosa también fue alimentada desde fuera de la fe religiosa: Platón consideró la educación religiosa como una «mentira política» necesaria para el gobierno de la República, y Napoleón expresó la naturaleza económica de esta «necesidad» con su célebre frase: «Un cura me ahorra cien gendarmes.»
Desde el punto de vista de los conceptos de ética, moral y derecho (al que reducimos la política de un «Estado de derecho») que venimos utilizando, resultará, desde luego, innegable que es imposible la vida política a espaldas de la vida ética de los ciudadanos, y este es el fundamento que puede tener la apelación, una y otra vez, a la necesidad de reforzar la «educación ética» de los ciudadanos a fin de hacer posible su convivencia política. Ahora bien, lo que, desde la política, suele entenderse por «educación ética» es, en realidad, el «moldeamiento moral» de los ciudadanos y, en el límite, la conminación legal a comportarse «éticamente», por ejemplo, pagando los impuestos, bajo la amenaza de penas legales, con lo cual, dicho sea de paso, las normas éticas se transforman en realidad en normas morales o en normas jurídicas. Desde la política, además, se encomienda a determinados funcionarios la misión de «educar éticamente» a la juventud en el marco de esta constante confusión entre deberes éticos y obligaciones morales o conveniencias políticas (se da por supuesto, por ejemplo, que la «conciencia ética pura» es la que nos inclina a pagar un impuesto sobre la renta; o que es la «conciencia ética pura» la que nos inclina a ser tolerantes y respetuosos, incluso con quienes profieren sin cesar necedades u opiniones gratuitas o erróneas). Pero la fuerza de obligar procede casi siempre de la norma legal coactiva, no de la norma ética, ni siquiera de la norma moral; como cuando alguien atiende a un herido para evitar incurrir en delito penal.
Las normas éticas son las que se refieren a la «preservación en el ser» del propio cuerpo y de los cuerpos de los demás; por ello es evidente que sin la ética, en su sentido más estricto, tampoco podría hablarse de moral ni de política; pero esto no autoriza a tratar de presentar como normas éticas lo que en realidad son normas morales o políticas. Es evidente que si creciese la minoría de ciudadanos que desatiende los «deberes éticos» (las virtudes de la firmeza) para su propio cuerpo (a causa de la drogadicción, o simplemente, del descuido de su salud en materia de alimentación, de enfermedades venéreas, &c.), la «salud pública» disminuiría y la economía, tanto como la moral, se resentirían hasta el punto de hacer inviable cualquier acción política. Ahora bien, esto no autoriza a olvidar los conflictos regulares entre la ética y la moral. Puede darse el caso de que un trabajador, un funcionario o un desempleado, forzado por la necesidad, tenga que «robar» a su empresa, al Estado o al puesto de frutas del mercado, en nombre del deber ético de su propia subsistencia o de la de su familia (los moralistas cristianos reconocían esta situación bajo figuras como las de la «oculta compensación»); y, sin embargo, esta conducta ética del «ladrón» estará en contradicción frontal con las normas morales y jurídicas vigentes.
En general, habrá que tener en cuenta que la política (el Derecho) coordina no ya sólo la ética con la moral, sino también las diferentes morales de grupos, clases sociales, &c., constitutivas de una sociedad política. Por consiguiente habrá que tener en cuenta que la convivencia que la acción política busca hacer posible es siempre una convivencia de individuos y de grupos en conflicto. Es puro idealismo dar por supuesta la posibilidad de una convivencia armoniosa que hubiera de producirse automáticamente tan pronto como todos los ciudadanos «se comportasen éticamente», después de recibir una educación adecuada. Ni siquiera cabe decir, con sentido, que este ideal de convivencia armónica es la expresión de un deber ser, porque lo que es utópico, lejos de poder presentarse como un deber ser, siempre incumplido, habría que verlo como un simple producto de la falsa conciencia.
Gustavo Bueno, El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996